¿Pedimos otra o qué?

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Cuando sales un domingo a la hora del aperitivo, piensas en tomarte unas cañas con sus respectivas tapas e irte para casa con el deber cumplido. Pero hay domingos, no sé la razón exacta, que empiezan a torcerse las cosas y no sabes cómo vas a terminar. Si quedas con tus colegas, no hay problema. Sois 6 ó 7 amigos y sabes que cada uno va a pedir una ronda con lo cual sabes que no vas a pasar sed. De hecho, muchas veces se te acumulan los botellines y te cuesta seguir el ritmo pero haces un esfuerzo y casi siempre te pones a su nivel. Si el bar tiene 7 pinchos diferentes, pues ya sabes que 7 botellines te vas a meter para el cuerpo. A más pinchos, más cerveza, y llegas a casa de la suegra con menos hambre que vergüenza.

Pero, ay, del día que te fallan los colegas. Ese día te juntas con otra gente “más normal”, gente que se toma un par de cervezas en una hora y para casa. Cuando tú has engullido el primer pincho y el primer botellín casi de un trago, miras atónito como el resto da sorbos como si fueran pajarillos en un charco de agua. Los observas en silencio y piensas “a ese ritmo me deshidrato seguro”. Pasan los minutos y te dices a ti mismo cuándo van a pedir otra. Cuando alguien llama al camarero para pedir otra ronda, tú casi rompes a llorar de la emoción. Lo que pasa es que tienes tanta sed que te bebes la cerveza de trago. Y vuelves a tener el mismo problema.

Menos mal que escuchas cómo se abre la puerta del bar y aparece tu ángel de la guarda, el “cuñao”, ese “cuñao” que nunca te falla. En ese momento sabes que tu suerte ha cambiado; pero eso es otra historia. La historia del “cuñao” que vino a salvar tu domingo de aperitivos y cañas.